El liberalismo es la doctrina jurídico-política de la modernidad: triunfante en 1945 sobre su rival fascista y en 1989 sobre el comunista, parecía consolidarse a finales del siglo XX como la filosofía final, incuestionable e inevitable. Sin embargo, el liberalismo está evolucionando en un sentido que puede considerarse inquietante, incluso suicida a medio plazo. “Liberalismo” es hoy para muchos sinónimo de relativismo moral, individualismo atomista, culto a la libertad como un fin en sí mismo, “progresismo” social y cultural, desprecio arrogante de toda institución tradicional como represiva y oscurantista.
Este libro critica la deriva relativista del liberalismo desde el interior de la propia tradición liberal. Muestra que el libertarianismo actual traiciona al liberalismo clásico, por ejemplo, en materia bioética y de modelo de familia. Examina el pensamiento de algunos grandes referentes del liberalismo clásico –Locke, Montesquieu, Smith- identificando en él elementos que hoy pasarían por “(ultra)conservadores”. Y le corrige la plana al mismo Hayek, demostrando que su epílogo “Por qué no soy conservador” parte de una caracterización sesgada y anacrónica del conservadurismo: Hayek, que se reclamaba de Burke y de los “old whigs”, fue en realidad uno de los grandes liberal-conservadores del siglo XX.
El liberal-conservadurismo encuentra su plasmación histórica en el ideario original de Estados Unidos. Los principios de los Padres Fundadores son una equilibrada síntesis de liberalismo, cristianismo y republicanismo. El liberalismo conservador quedó en cierto modo incorporado al ADN norteamericano. Y los representantes más potentes del liberalismo conservador actual se encuentran precisamente en el mundo anglosajón: Robert P. George, Roger Scruton, Samuel Gregg, Robert Sirico, el recientemente fallecido Michael Novak…
El capítulo final analiza una posible clave metafísica de la tendencia del liberalismo a degenerar en libertarianismo. El liberalismo conservador se apoyaba en la “concepción clásica del mundo”: una visión teleológica y teísta del cosmos, madurada en la Antigüedad y culminada en el cristianismo. Una visión que incluía como ingrediente esencial una antropología hilemórfica –el hombre está compuesto de materia y forma, cuerpo y alma- y creía en el libre albedrío, la libertad interior. Pero esa concepción ha ido siendo desplazada –primero entre ciertas élites, ahora también en las masas- por el materialismo ateo, y por una antropología que concibe al hombre como un animal más, producto fortuito de la evolución, y sometido al mismo determinismo causal que el resto del cosmos. La obsesión del libertarianismo por la libertad absoluta resulta, así, paradójica: la mayor parte de los libertarios son materialistas que creen que, en realidad, no somos sino autómatas muy complejos. La humilde libertad en la que puede creer un materialista no es sino la espinoziana “conciencia de la necesidad”.
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