El título del libro lo dice todo o casi todo, esta es una crisis que ha cogido por sorpresa a los bancos centrales, los organismos de supervisión de los mercados financieros y la mayoría de los economistas. Así pues, se imponía una reflexión amplia y profunda.
Sabíamos desde el inicio que las hipotecas para la adquisición de viviendas no podían ser la causa de una crisis financiera global y naturalmente nos concentramos en este punto. El resultado fue el capítulo primero. Cuando descubrimos lo que había venido haciendo el “sistema bancario en la sombra” lo comprendimos casi todo. Sencillamente habíamos estado violando sistemáticamente el principio de financiación del capital fijo establecido hace más de dos siglos (Adam Smith) y el resultado fue el que describe bien, el gráfico que cierra el capítulo. En solo diez años de 1996 al 2006, el precio real de la vivienda en los Estados Unidos subía casi cuatro veces más que en los cien años anteriores y esto había terminado afectando a otros muchos países, debido a la especial configuración de los mercados mayoristas de dinero bancario. Esta, entre otras, es una de las conclusiones del capítulo tercero dedicado al análisis de la crisis de la Eurozona.
En síntesis, los Estados Unidos acogen en Nueva York alrededor de ciento sesenta sucursales de bancos extranjeros (la élite de la banca mundial) cuya función principal es adquirir, al por mayor, financiación en dólares que canalizan a sus matrices, en búsqueda de tipos de interés más elevados. Se da pues la paradoja de que los Estados Unidos, el mayor deudor mundial neto a largo plazo es, a la vez, el mayor acreedor mundial neto a plazos muchos más cortos. España y otros muchos países que contabilizan saldos negativos en sus balanzas de pagos quedan a expensas de unos endeudamientos en los mercados mayoristas de dinero bancario que son los que permitieron difundir la crisis financiera allí gestada, agravada en nuestro caso por la especial configuración de la moneda única europea.
Durante el periodo inmediatamente anterior a la crisis, las cuentas exteriores del conjunto de la Eurozona estaban equilibradas. Pero en su interior se daba un desequilibrio en el comercio entre el Norte y el Sur que no debería haber sorprendido a nadie, si hubiera servido para aumentar la productividad y la competitividad en las áreas menos adaptadas a la competencia internacional. El caso de España es un buen ejemplo, nuestra incorporación a la moneda única propició una entrada masiva de capitales que no supimos aprovechar para incorporar nuestra economía al club de las economías exportadoras. Esta es la tarea que ahora nos espera recuperar para conseguir un crecimiento sostenido que reduzca nuestra enorme tasa de paro. Pero esto no será posible si además de las reformas estructurales que se barajan, no acabamos con la fragmentación del sistema bancario de la Eurozona que solo desaparecerá cuando el BCE se convierta en el supervisor y prestamista de última instancia que hoy no tenemos.
Pero entonces es cuando se presenta ante nosotros la segunda de las sorpresas de esta crisis que atañe, en este caso, fundamentalmente a los economistas. Los bancos centrales nacionalizados para procurar, de una vez por todas, la estabilidad de los sistemas nacionales de crédito lo han olvidado. En un intento para salir del estado de confusión al que había llegado la macroeconomía moderna en los años setenta del siglo pasado, se habían concentrado en la tarea de pilotar la economía en base a políticas monetarias de objetivos múltiples que quisieron llamar “óptimas” para las que, en realidad, no existen conocimientos suficientes en nuestro arsenal. Esta es la conclusión principal del capítulo segundo que retomamos en el sexto de conclusiones, recomendando el retorno a políticas monetarias no activas que traten de acompasar la tasa de crecimiento de los medios fiduciarios de pago a la de su demanda, que no es poco.
El capítulo cuarto se ocupa de las propuestas de regulación bancaria que se vienen formulando, en ocasiones de manera algo precipitada y desorientadora por la presión de los acontecimientos que desencadenaron la crisis. Algo no funciona como habían previsto los que idearon la centralización de la reserva bancaria y un esbozo de lo que hemos llamado el problema monetario de nuestro tiempo, es lo que encontrará el lector en el capítulo quinto que probablemente sorprenderá a bastantes.
Con toda probabilidad, los medios de pago nacionales fiduciarios de curso legal forzoso que venimos utilizando en nuestras transacciones no son dinero en sentido económico. Pero esto es algo que la macroeconomía moderna ha olvidado, por más que el economista austriaco Carl Menger, hace más de un siglo, tuviera la ocurrencia de recordárselo a todos los economistas que leen la lengua inglesa. Y en tanto la profesión asume lo que esto significa, nosotros creemos que el retorno a políticas monetarias menos arrogantes eliminará uno de los obstáculos que se oponen al crecimiento sostenido de las economías de mercado. Así pues la tarea que nos aguarda va a exigir sacudirnos esa especie de pereza intelectual que algunos encontramos en el desarrollo de la macroeconomía moderna.
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