Aunque no siempre ha sido así, hoy existe por doquier la arraigada convicción de que la producción y el mantenimiento del orden público y de la justicia son competencia exclusiva del Estado. No obstante, aunque la mayoría del estamento académico no cuestiona la argumentación en pro del dominio del Estado en este campo, hay amplios -y crecientes- sectores de la población que sí lo hacen.
Se observa un creciente descontento frente a la administración pública de la justicia y una también creciente desconfianza respecto a la eficacia del Estado para garantizar la seguridad y los derechos de los ciudadanos. En consecuencia, puede observarse una demanda cada vez mayor al sector privado de servicios que se supone son «incuestionablemente competencia del Estado». El recurso al arbitraje y el florecimiento de empresas privadas de seguridad serían dos ejemplos significativos.
Todo esto indica que es hora de cuestionar la presunción de que la seguridad ciudadana, el orden público y la justicia (en todas sus formas: mercantil, civil e incluso penal) sean servicios cuya provisión sea competencia del Estado. Es lo que hace brillantemente este libro, analizando un rico material histórico y sociológico especialmente norteamericano, pero fácilmente aplicable también a otras sociedades.
¿Por qué -se pregunta el autor- confiamos las decisiones relativas a la satisfacción de nuestras necesidades más perentorias (como el alimento y el vestido) a sujetos individuales del sector privado, que operan en un sistema de libre mercado, y por qué permitimos al Estado interferir y tratar de dominar el mismo sistema que produciría, de forma eficaz y económica, el derecho y su aplicación?
Se dirá que el mercado no es precisamente el terreno adecuado para la creación y aplicación de la ley y la justicia. El presente libro demuestra que ésta es, por lo menos, una conclusión precipitada. Sirviéndose de la teoría económica, enriquecida con las modernas aportaciones de la Public Choice, el autor establece dos puntos incuestionables. En primer lugar, puede demostrarse convincentemente que las instituciones privadas (mercantiles o sin ánimo de lucro) son capaces de crear fuertes incentivos para establecer leyes y hacerlas cumplir. Por otra parte, la misma teoría económica puede demostrar que las instituciones del sector público crean incentivos que pueden causar grandes dosis de ineficiencia en la prestación de los mismos servicios.
El autor es prudente en su valoración global. Acaso sea imposible excluir del todo al Estado; un Estado mínimo tal vez sea imprescindible. Pero no hay que olvidar que difícilmente el Estado se mantendrá dentro de sus límites de forma permanente. Hay en él una lógica que indefectiblemente le lleva a la expansión, al potenciamiento de sus competencias y, en último análisis, al totalitarismo.
Bruce L. Benson es profesor de Economía en la Universidad del Estado de Florida. Colaborador asiduo del Pacific Institute of Public Policy de San Francisco, California.
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