Cuando Europa está en crisis es cuando se pregunta por su origen, por su ser y por su futuro. En los inicios de la que, con el pasar del tiempo se definiría con el nombre de Europa, tuvo que lograr un principio de unidad capaz de superar las diferencias con el mundo bárbaro en el que la continuidad no cediese a las rupturas ni a las dificultades que, posteriormente, obstaculizaban su construcción en permanente contraposición con el mundo islámico.
En efecto, siempre que el Islam estaba a las puertas de los límites geográfico-culturales de la ya constituida Europa, tanto en la Hispania como en todo el sur del mediterráneo, y se sentía amenazada, es entonces cuando, una y otra vez, el viejo continente, el continente del atardecer (del ereb), hace esfuerzos denodados para no perder su identidad y poder dar razón o definición de sí misma.
Mucho se ha escrito y sigue discutiendo —hoy quizás más que nunca— sobre los orígenes o raíces de Europa. Son innumerables los títulos que han tratado de exponer, desvelar y subrayar en Europa sus precedentes semíticos, helénicos y romanos y que alcanzan su configuración con el cristianismo como una realidad no geográfica sino cultural. Europa más que una geografía física es una realidad cultural.
Filosofía, derecho y religión llegaron a aunarse en una síntesis única en la Historia de la Humanidad, aun cuando no pocas veces este singular encuentro de distintas y diversas tradiciones se critique en detrimento de otras realidades culturales. A nadie se le oculta que la llamada prepotencia eurocéntrica es una afirmación que olvida las raíces y los aspectos más geniales de sus orígenes.
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