Cuarta edición, revisada y ampliada, del clásico contemporáneo de Orlando Avendaño.
El 2 de febrero de 1999, Fidel Castro estuvo en el Palacio de Miraflores. Ya antes había visitado la sede de la presidencia de Venezuela; pero esta era su primera entrada triunfal. Como si Bolívar volviera a entrar a Caracas y saliese victoriosa la Campaña Admirable, como aquel 6 de agosto de 1813. Entraba como lo hizo en Santiago y, luego, en La Habana, pero de una forma mucho más discreta. Sin bulla y con prudencia. Nadie lo notó, pero ese 2 de febrero quien tomaba el poder era él, no Hugo Chávez.
Los hechos lo demostrarían y todos los venezolanos comprenderían, quizá de la forma más odiosa y detestable, que en las elecciones de 1998 no triunfó la democracia; en cambio, se impuso la dominación de un Estado sobre otro. La soberanía de Venezuela jamás había sido tan violentada. Fue un proceso gradual y legítimo. Tal vez para evitar condenas, rechazos e indignaciones. Ya el mundo había evolucionado y parecía dispuesto a garantizar a toda costa que la tesis de Francis Fukuyama resultara. Si la historia debía terminar, porque el conflicto contra el comunismo había cesado; pues así tenía que ser.
Sin embargo, Castro estaba dispuesto a revivir viejas tensiones. Luego con Lula, Cristina, Evo, Rafael, Michelle, Daniel y Manuel obtendría sus siguientes victorias. Pero ya había logrado la primera y más importante en Venezuela. El triunfo con el que podría financiar la expansión de su propósito de décadas.
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